miércoles, 3 de septiembre de 2014

A tajo abierto

Cuando nos volvamos a encontrar - Carlos Vives

Disparaste sí, con esa arma vieja del abuelo, con empuñadura de madera roída por el tiempo, de acero oxidado porque aun lo inoxidable se deteriora con el tiempo, todo con el tiempo, ese que no perdona, no olvida, que deja heridas a tajo abierto que nunca cicatrizan, que sangran de vez en cuando y duelen, siempre duelen y evocan un tiempo pasado que fue peor.
Adiós mentiras de niñez feliz, de amores adolescentes y campos de flores, de sueños de profesión, de estudios concluidos satisfactoriamente, de una casa propia y un hogar caliente esperando al terminar el día.
De niño empecé a trabajar en la mina con el sueño de encontrar una veta que me diera el dinero para comprarle una casa a mamá, no esa cabaña antigua que construyó el abuelo, que gotea siempre que llueve, cada vez una nueva gotera, un agujero invisible que filtra no sólo el agua sino la humedad de la desolación, esa que llega hasta el hueso, que se siente aún bajo la frazada de figuras de tigres, recibida en donación.
Los amores adolescentes se quedaron en la escuela a la que nunca fui, a más de cinco mil metros de casa, la mina estuvo siempre más cerca aunque la distancia fuera mayor. Había que caminar hasta el cruce, el límite que dividía el viejo camino de tierra a la escuela y al pueblo, con la nueva carretera ascendente al cerro lleno de mineral. Ahí nos esperaba un ómnibus para llevarnos al socavón, jamás hubo uno que nos llevara a la escuela, a esos juegos de pubertad, a ese primer amor.
Así fue que nunca estudié, jamás entendí las letras, los números, las palabras difíciles que hablaba el ingeniero. Las distancias se medían en horas, el tiempo que demoraba de un lugar a otro eran mis números. El dinero valía lo que el trueque permitía. Los billetes sólo representaban figuras de personas que nunca conocí, colores bonitos aun cuando estaban arrugados, viejos, doblados. Siempre tuvieron el mismo valor para mí, el de un día golpeando en la mina, el de una jornada de trabajo. El primer pago se lo entregué a mamá, todos los demás también.
Me gradué sin escuela ni universidad, sin título ni profesión, aprendí a usar el taladro percutor y nadie lo manejó igual. No había roca que no pudiera agujerear, partir, destrozar. La mina avanzaba a mi paso, en zonas donde los vehículos grandes no podían, yo encabezaba el camino, como abanderado sin bandera para ondear, líder de un grupo que no se sublevaba, que trabajaba con la cabeza gacha, con la frente sudorosa y los pulmones enfermos. Iba primero porque anhelaba encontrar la veta, aquel pedazo de piedra que contenga el oro para comprar una casa para mamá, una sin agujeros, donde el frío no llegue, donde el humo no sea permanente, donde exista más de una habitación, una casa como la del ingeniero ahí en el campamento, con un campo de flores alrededor.
Nunca vi un campo de flores. La tierra es fértil dicen, lo que siembras crece. Sin agua no crece. Cuando llueve, llueve tanto que todo se inunda, el río crece y arrasa con todo. Nuestra casa está lejos de la quebrada, lejos del pueblo, lejos de otras casas. Alrededor nunca creció nada. Sin agua no crece. Con lluvia se ahoga. Hubo un proyecto de irrigación. Como hicieron los incas dijeron. Si hasta en el desierto hacen crecer las flores, contó el ingeniero. La mina da plata, pero no hay quien cultive. Todos trabajan en la mina. Nadie quiere arar. El alcalde arregló la plaza y la plata se acabó. Jamás habrá un campo de flores, ni una casa nueva, ni una comida caliente al regresar.
Mamá murió el domingo. Nadie vino. Cavé un hueco junto a la cabaña, para que esté cerca y los perros no la desentierren. Lo cavé hondo, muy hondo. No necesité taladro, no hubo piedras, solo tierra seca. Cavé tanto pensando en encontrar agua, humedad, vida, pero no encontré nada, sólo una bolsa de tela roída y dentro de ella el arma del abuelo, escondida, oculta de todo, perdida en el tiempo, con sus balas, casi todas, faltando una, la que siempre falta, porque para nosotros nada estuvo completo.
Esa arma vieja, limpia, sigue siendo vieja. Cuando el abuelo la adquirió ya era vieja, como todas las cosas en casa, como todo en la vida. Solamente nosotros fuimos nuevos al nacer, después nos volvimos viejos casi sin pasar el tiempo, pese a que aquí el tiempo pareciera no pasa nunca.
Esa arma que disparaste sí, es la misma del abuelo. La llevé al socavón para un trueque. Las armas estuvieron vetadas en casa, las carga el demonio. Mamá nunca quiso que el abuelo la cargara, quizás por eso la enterró.
La escondí debajo de una roca en la entrada a la mina. Al terminar la jornada me viste recogerla y me la quitaste. Quisiste adueñarte de ella. Quise quitártela, entonces pasó así, como pasa siempre que el demonio carga un arma, la disparaste. El arma del abuelo vieja como estaba, aun funcionaba. La bala salió al horizonte, a perderse entre la nada. El ingeniero nos despidió. La policía me quitó el arma. La vida me quitó a mi madre. La noche se llevó la esperanza y la casa vieja me quedó como refugio, porque vieja aun sirve y así en la soledad deja escuchar el sonido del taladro percutor.

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