- Va el
halcón sin rumbo, le dije señalando.
- Bah!,
si el halcón nunca tuvo uno, me respondió y subió al balcón para verlo mejor.
El abuelo
siempre fue así, contestatario, contradiciendo todo lo que le decía.
Aprendí
que los balcones se usaban para mirar, pero no para ser vistos. Eso me lo
enseño luego que le dije que había visto a alguien en el balcón desde la
acera contigua de la casa. Como siempre, lo negó.
- Los
balcones sirven para ver, no para que te vean.
Eso era
verdad, pero una verdad a medias como todas las del abuelo. Los balcones
coloniales de ventanas con rendijas en rombo tenían esa finalidad, el de la
casa del abuelo, de pueblo republicano, no tenía ventanas, tampoco secretos que
ocultar, salvo el de esa tarde en que me negó la existencia de alguien más en
el balcón, de esa misma tarde en que subí para advertirle que el halcón
acechaba, que una vez más volaba el cielo.
- Ahí va.
- Ahí
viene.
- Ahí
gira y se eleva.
El abuelo
lo miró con la frente en alto, con la cabeza en alto, con las manos en alto,
sabiendo que desde su balcón, desde ese espacio suyo sin vista exterior, nadie
lo vería, nadie descubriría su secreto, ni aun desde lo alto del cielo, ni
siquiera el halcón que volvía a donde vuelven los muertos.
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