La lluvia en tu cara golpea
rápido, la ráfaga de gotas acelera al ritmo de los latidos de tu corazón. Las palpitaciones llegan al límite, casi a
estallar. La humedad disimula el dolor en tu rostro, pero no alivia tu
interior. Corres hacia el vehículo intentando no mojarte pero es tarde, ya el
agua recorre todo tu cuerpo.
La maleta en el coche, todo el
mundo podría caber en ella, hasta tus abrazos cálidos, esos que hacen sentir
amor, esos que hacen sentir dolor.
Te has llevado todo en ese
cofre de cuero: las sombras del atardecer, las estrellas del anochecer, tus
lágrimas al amanecer.
Un millón de años esperamos
para crecer y un millón de esporas dejamos al viento para sentir, pedir, decir,
decidir; para divergir bajo esta lluvia torrencial.
Tu decisión sin tomar, la mía
sin pronunciar, el temor justificado, la desconfianza en cualquier lado y un
juego sin ganador al final.
Te haría daño con cualquier de
mis cinco puntas, con el aire, con mi voz, con el viento, con el mar. No
importa con que ni en donde, justificaciones hay en cualquier lugar. Lo supimos
desde que nos conocimos. Supimos a donde pertenecíamos, que volveríamos al mar.
Nada que hacer. No hay más tormentas
internas, solo el aguacero que cae incesante. Solo el mar enfurecido. Un camino
con vientos salvajes, con millones de días y ninguna noche, con dos almas libres,
con diez manos jalando a cuatro puntos distintos, con mis deseos con dirección
a ti y tu coche a punto de partir al mismo lugar de siempre, al fondo del mar,
a un destino oculto, a la vida distinta, a la vida de siempre hasta que salga
el sol, hasta que amanezca un nuevo día, hasta el final.
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